Teddy II
abril 14, 2012
14 de Abril de 1912
En aguas del Atlántico Norte
La llegada a
Nueva York estaba prevista para el 17, y yo apenas había tenido oportunidades
de salir del camarote. Además, solo me dejaban salir fuera del baúl unos
minutos al día, el poco tiempo que Bobby me sacaba antes de irse a dormir. Aunque
no se lo reprocho, sabiendo lo emocionante que era recorrer un buque tan
grande.
Pero al fin
había llegado la noche del domingo, la noche en la que pude recorrer las zonas
más lujosas del Titanic. Y,
literalmente, la noche en la que compartí mesa con el capitán Smith, pues Bobby
me puso junto a su plato sin que a nadie pareciese importarle, lo cual supuso todo
un lujo tras cinco días de travesía literalmente encerrado. Así, mientras la
gente comía, yo podía estar atento a todo lo que el capitán, sentado frente a
mí, tenía que contar.
Además, con la
oscuridad del exterior, podía ver reflejado en los cristales de la sala todo lo
que quedaba a mis espaldas. Podía ver tranquilamente otras mesas, la orquesta y
la pista de baile sin necesidad de esperar a que me moviesen o arriesgarme a
ser descubierto girándome con curiosidad.
Durante la
cena, un oficial se acercó al capitán para susurrarle algo al oído. Ninguno de
los presentes lo oyó, pero yo supe leer el mensaje de sus labios. Se le
advertía de que, por radio, el capitán del Californian
—que debía de ser otro barco que andaba por la zona— decía haber visto icebergs
en nuestro rumbo. Pero el capitán dijo no creer que apareciese ninguno en el
rumbo y dio la orden de seguir adelante a toda velocidad. El oficial insistió,
pero el capitán mantuvo su orden.
Papá preguntó
si todo iba bien, y el capitán respondió con un seco “sí” y una sonrisa
tranquilizadora, apelando a su experiencia. Al parecer, conocía bien los
peligros de una travesía transoceánica por el Atlántico Norte, ya que había
hecho la misma ruta cientos de veces a bordo del Olympic, el hermano mayor del Titanic.
Tras la cena,
apenas comenzado el baile, Mamá nos llevó al camarote para meter a Bobby en cama
y a mí en el baúl.
No sé qué hora
sería, pero apenas llevábamos más de una hora o dos solos en el camarote cuando
una violenta sacudida nos despertó a ambos. En un principio, pensé que el golpe
había sido dado a mi baúl, y me imaginé a Mamá golpeándose un pie por caminar
en la oscuridad. Pero las cosas que oí en el camarote, a pesar de no poder ver
nada de lo que sucedía fuera del baúl cerrado, me alertaron de que otra cosa,
algo grave, había pasado.
Al principio,
Bobby llamando. Primero a Mamá, después a Papá; sin respuesta. Hasta que la
puerta se abrió con fuerza.
—Vámonos,
Bobby —decía Papá—. Tenemos que subir a cubierta.
—¿Qué ha…?
—Vamos, Bobby —añadía
Mamá, alterada—. Coge el abrigo, rápido.
Ni siquiera le
vistieron para salir. Según deduzco, solo tuvieron tiempo de ponerle un abrigo
sobre los hombros y salir corriendo. Y tan rápido actuaron Papá y Mamá que
Bobby ni siquiera se acordó de recogerme antes de salir. Si no, estoy seguro de
que me hubiese llevado con él. Me atreví a moverme entre las cosas que había
guardadas en el baúl para acercarme más a la entrada. No me quedaba otra opción
que esperar a que volviese a buscarme. Pero no volví a oír su voz.
Calculo que
pasé una media hora más dentro del baúl, atento a cada movimiento, a cada
golpe, a cada sonido. Pero no oía más que gritos y carreras. Sin duda, el Titanic estaba sufriendo algún tipo de contratiempo:
posiblemente un fallo en las máquinas, algún tipo de error humano, un asalto
quizá, ¿o puede que un naufragio? Ojalá no fuese eso, ojalá solo fuese una
falsa alarma… Traté de pensar en otra cosa, traté de centrarme lo más que pude
en lo que oía, pero no era capaz de imaginar más que tragedias.
Con el paso
del tiempo el murmullo de gente cesó y me di cuenta de que me había quedado
solo en el camarote y de que nadie volvería ya a buscarme. Lo único que podía
hacer era quedarme allí, parado y de pie, asomado a la cerradura del baúl, sin
poder ver nada a través de la oscuridad; hasta que la puerta del camarote se
volvió a abrir violentamente.
Por un
segundo, creí que era Bobby que volvía a por mí, pero pronto descubrí que no
era así. Oí ruido de pasos apresurados chapoteando a través de agua. Eran unos gastados
mocasines de caballero, los zapatos de una persona de no muy alta posición
social; quizá de un emigrante de tercera. Y, por el sonido, el agua no debía de
cubrirle más allá de los tobillos. Sin duda, deduje, había entrado a robar
aprovechando que la gente había huido de sus camarotes. Quizá, pensé, fuese el
irlandés que tan orgulloso estaba del Titanic
y de sus astilleros de Belfast, creyendo que no corría peligro por estar en un
buque insumergible.
De repente,
después de hurgar entre las pertenencias de Mamá, la tapa del baúl se abrió. La
luz me invadió, y no pude evitar caerme hacia atrás. El irlandés me cogió con
una de sus manazas, apretándome el cuerpo, mientras sostenía la tapa del baúl
con la otra. Me miró, me giró y me miró la espalda, como si estuviese evaluando
mi valor… Después se centró en el interior del baúl y, dejándome caer al agua,
removió entre las cosas que había dentro. Hizo un gesto de desagrado, dejando
caer la tapa de nuevo y, con una bolsa y los bolsillos llenos de cosas, se
marchó corriendo. En cuanto a mí, allí me quedé, tirado en el suelo.
Poco tiempo
pasó hasta que el agua comenzó a levantarme del suelo y a moverme de acá para
allá. Solo una vez antes había tocado el agua: una vez que me caí en el río
jugando con Bobby. Pero no pasó mucho tiempo hasta que Papá me sacó y me tumbó
al sol para secarme. El peor recuerdo que guardo de aquel momento es lo
desagradable que resultaba la sensación de hinchazón durante el tiempo que
estuve empapado.
Pero ahora
debía olvidar aquello, y el frío glacial que me rodeaba, y procurar aprovechar
los pasillos del buque para alcanzar la salida. Me encontraba ya casi a media
altura, por lo que no me quedaba ya mucho tiempo, pero sabía por dónde debía
moverme así que, sin pensarlo más, me puse en marcha para ir a buscar a Bobby.
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